lunes, 12 de marzo de 2007

Dia 8 - Séptima Parte

Corrimos por las vacías y silenciosas calles. Nos llegaban de la retaguardia los gritos y aullidos de nuestros perseguidores. El Cirujano nos sacaba mucha ventaja, por lo menos cien metros. Yo ya había alcanzado a Eloy que se encontraba ya rojo como un tomate, respirando con dificultad.

El Cirujano giró en una esquina y cuando llegamos nosotros había desaparecido. Lo habíamos perdido.

Me detuve recuperando el aliento y observando una expresión de agradecimiento en el rostro de Eloy. Asomé la cabeza por la esquina, hacia detrás. Podía escuchar a nuestros perseguidores pero no los veía. Era la oportunidad perfecta para perderlos, pero no quería romper nuestro pequeño grupo. No es que echara de menos a El Cirujano, pero nuestras probabilidades de supervivencia se multiplicaban cada vez que alguien se unía al grupo y qué diablos... me había salvado la vida en varias ocasiones y seguía debiéndoselo.

El ruido de nuestros perseguidores se acercaba. No me podía arriesgar a asomar la cabeza, no fuera que me vieran. Debíamos de encontrar un escondite. Miré a mi alrededor. A la izquierda de la calle había un patio de viviendas con la puerta abierta. Le hice un gesto a Eloy y corrí hacia allí. Me siguió a duras penas. Entramos al oscuro y fresco patio que daba a unas estrechas escaleras junto a un ascensor. Este estaba a oscuras y sin energía. De todos modos no pensaba meterme en una ratonera como aquella. Me lancé escaleras arriba tratando de hacer el menor ruido posible. Mi compañero, en cambio, no se preocupó por los ruidos, o no fue capaz de evitarlos... Su respiración sonaba como un fuelle viejo y agujereado y sus pasos como pesados golpes contra un yunque.

Me detuve en el segundo piso y esperé hasta que Eloy se reunió con migo. Se desplomó sobre un escalón tratando de recuperar el ritmo normal de su corazón y de su respiración. Me asomé con cuidado a la ventana del rellano que daba a la calle que acabábamos de dejar. Una multitud de por lo menos veinte post-mortem apareció por la esquina, seguidos por aquel extraño y terrorífico ser de ojos brillantes. Su piel era verdosa y estaba surcada de pústulas y llagas supurantes. La estructura de su anatomía era básicamente homínida, pero sus posturas eran obscenamente imposibles para las articulaciones humanas.

El nutrido grupo pareció pasar de largo pero todos se detuvieron ante un rugido emitido por la bestia. Sus fauces se abrieron en una grotesca sonrisa enseñando unos largos y afilados dientes amarillentos. Una bífida lengua saltó al exterior bailando a la vez que un siseante sonido escapaba de su gruesa garganta, para después regresar al interior de su boca. Giró su cuerpo y señaló con sus afiladas garras en la dirección del patio que habíamos tomado.

-¡Mierda! -espeté. No se habían tragado el anzuelo. Ese hijo de perra era listo.

Probé las puertas de las viviendas de aquel piso pero todas estaban cerradas con cerrojo. Podía haber utilizado mi rifle para forzar alguna pero aquello habría hecho demasiado ruido. Con un gesto indiqué a Eloy que me siguiera y subimos al siguiente piso. También probé allí las puertas, pero con el mismo resultado. Entonces tuve una idea, la azotea.

Subimos el resto de tramos de escalera hasta el último piso. Allí estaba la maquinaria del ascensor y una puerta que daba a la azotea. También estaba cerrada.

-¡Mierda, joder! -espeté en un susurro maldiciendo la buena costumbre que la gente tenía de cerrar con llave todas las puertas.

Nos alcanzaron los ruidos que hacían nuestros perseguidores al entrar al patio. ¡Estaban sobre nosotros! Debíamos hacer algo ya, si queríamos salvarnos. Volvimos a bajar, ya sin preocuparnos de hacer poco ruido y probé todas las puertas del último piso. Nada. Volvimos a tomar las escaleras, bajando al siguiente piso. Más puertas cerradas. Bajamos al siguiente... cerradas.

Cada vez la algarabía se acercaba más a nuestra altura, nos quedaban escasos segundos antes de que nos dieran alcance. Ideé un Plan B. Si llegaba el momento, tendríamos que saltar por la ventana del rellano. Estábamos en el cuarto piso. Una caída desde esa altura sería bastante fea, pero era mejor que morir en manos de esa marabunta de seres en estado de descomposición. Como última salida probé las puertas de aquel piso. ¡Milagro! Una estaba abierta. De hecho no estaba ni siquiera cerrada, solo vuelta, me irritó sobremanera no haberla visto en nuestra acelerada subida por las escaleras, pero ahora daba lo mismo, estábamos salvados.

Entonces aparecieron dos tipos por el tramo de escaleras. Uno había sido un hombre de tercera edad y cierto sobre peso. El otro era (o había sido) un joven atlético y con el cuello abierto de manera grotesca. Varias venas y tendones colgaban de la herida como si fueran tubos de plástico seco. A causa de aquella herida mortal de necesidad, su cabeza estaba inclinada hacia aquel lado de una manera poco natural. Detrás de esos dos, avanzaban el resto empujándose intentando llegar los primeros para hincarnos el diente. Escuché un terrible rugido que sonaba muy cerca, demasiado cerca.

Así que, sin más dilación, apreté un par de veces el gatillo lanzando dos haces de plasma contra los no-muertos (me niego a llamarlos zombies, son demasiado reales para darles ese nombre fantástico) y estiré de la camisa de Eloy forzándole a atravesar la puerta abierta. Yo salté dentro y cerré justo en el momento en que unas gélidas y frías manos la golpeaban con fuerza. Accioné los cerrojos y me retiré con un gesto de asco ante la sensación de tener a uno de esos seres tan cerca.

Tras de mí, en el interior oscuro del domicilio, escuché un gemido angustioso...

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