miércoles, 21 de marzo de 2007

Dia 11 - Segunda Parte

El mapa electrónico en tres dimensiones que mostraba el panel de la computadora de abordo indicaba que la población a la que se acercaban se llamaba Barlenton. Me pasé al asiento del copiloto, sintiendo el viento que entraba por la ventanilla rota golpeando mi cara para trastear con la computadora.

Nos habíamos deshecho del post-mortem que había quedado atascado en la ventanilla. Paramos a varios kilómetros del pueblo y con la ayuda de El Cirujano, mientras Carla nos observaba desde el interior del vehículo, estiramos de las dos piernas del gordo y una vez lo sacamos del hueco, entramos rápidamente al vehículo y salimos a toda velocidad de allí. No creímos conveniente llegar a una población con uno de aquellos seres colgando del flanco del vehículo.

Con los cabellos alborotados, comencé a indagar en la base de datos buscando información sobre la población que se acercaba a nosotros a velocidad constante desde el lejano horizonte. Se trataba de una ciudad mayor que la que habíamos dejado atrás. De unos quince mil habitantes, según las estadísticas. En el extrarradio se ubicaban grandes zonas industriales y en el centro de estas estaban los edificios de viviendas. Pasábamos de un pueblo minero a una ciudad industrial. Dentro de poco averiguaríamos si el cambio era positivo.

Asomé la cabeza por el hueco sin cristal y sentí el fuerte azote del viento contra mi rostro. Era agradable y refrescante. Dentro del habitáculo se había concentrado mucho calor, a pesar del agujero por el que ahora sacaba la cabeza. El problema era que el aire que entraba estaba caliente y seco y no nos podíamos permitir encender el aire acondicionado para no gastar más combustible del necesario. También era esta la razón de que El Cirujano, ahora al volante, no acelerase más de la cuenta. Una buena velocidad constante era lo que más económico nos resultaría.

-¿Has visto eso? –inquirió mi compañero señalando con un dedo hacia los edificios que se acercaban a nosotros.

-¿El qué? –escruté el horizonte frente a nosotros tratando de encontrar algo fuera de lo común. Pero no vi nada. Cuando estaba a punto de volver a preguntar, me percaté de una columna de humo gris que se elevaba hacia el cielo azul y completamente despejado. –¿Te refieres a ese humo?

-Sí.

No hizo falta hablar más. Entendí y compartí perfectamente su preocupación. Si había una columna de humo que se veía desde esta distancia, debía de causarla un incendio importante. Y después de la experiencia que habíamos atravesado en el pueblo minero, nos temíamos lo peor.

El Cirujano deceleró la marcha un poco.

-Igual deberíamos dar la vuelta a través del desierto –me dijo sin apartar la vista del frente.

Mi primer impulso era exactamente aquel. Evitar acercarnos más a Barlenton, dar un rodeo por el desierto y reincorporarnos a la carretera después para continuar de camino a la capital. Aquello implicaba aguantar con los suministros que teníamos en las mochilas y con el combustible que nos quedaba en el depósito. Había unos cuatro mil ochocientos kilómetros de distancia. Conduciendo sin detenernos y a mayor velocidad podíamos llegar en dos días. Pero teníamos combustible para la mitad de viaje, así que al final tendríamos que detenernos en algún lugar para repostar. No sabíamos cuando íbamos a poder repostar, lo que nos obligaba a circular a la mitad de velocidad, economizando el combustible y alargando el viaje a cuatro días. Yo en la mochila, había metido comida para dos días, pero claro, contaba con una sola boca que alimentar, y una botella de agua mineral de dos litros aún llena. El Cirujano tenía incluso menos, lo que le quedaba desde el día que nos encontramos con Eloy en el supermercado, es decir un par de latas de conservas, una caja de cereales y un botellín de agua de un cuarto de litro por la mitad.

Eché un vistazo al mapa y después de Barlenton, la siguiente ciudad estaba a cuatrocientos kilómetros. A la velocidad actual y contando con que tendríamos que dar un rodeo llegaríamos en unas diez o doce horas. Para entonces sería ya de noche lo que haría más fácil nuestro aprovisionamiento, pero el problema seguía residiendo en nuestros actuales suministros, más concretamente en el agua. Considerando que llevábamos horas sin refrescar nuestras gargantas y con el calor sofocante que hacía, pronto nos quedaríamos sin agua. Antes de que se pusiera el sol nos habríamos quedado sin agua.

Le trasmití mis impresiones a El Cirujano y el escuchó en silencio. Mientras le hablaba, me di cuenta de que aquella característica sonrisa que siempre solía tener dibujada en los labios, había desaparecido. El hecho de quedarse sin agua, parecía preocuparle sobremanera. Aquel tipo, cada día me dejaba más perplejo. Daba la impresión de que nuestra actual situación le preocupaba más que los peligros que habíamos atravesado en el pueblo minero.

-Está claro... –dijo volviendo a recuperar el entusiasmo (y la sonrisa).

-Eso parece –me volví en el asiento para mirar a nuestra silenciosa acompañante y le pregunté –¿qué te parece parar allí para descansar un poco?

Carla se encogió de hombros mientras observaba a través de su ventanilla el monótono desierto. Temí que todo aquello le hubiera afectado sobremanera y estuviera al borde del shock. Pero, ni mi compañero ni yo éramos psicólogos así que nada podíamos hacer.

-Creo que deberíamos parar aquí y esperar a que se haga de noche para entrar en la ciudad –dije yo volviéndome hacia delante.

-Si, será lo mejor –corroboró El Cirujano.

Detuvo el vehículo en la calzada y apagó el motor. El silencio se cernió sobre nosotros, roto momentáneamente por una ráfaga de viento cálido que arrastraba polvo en su corta vida. Los cristales tenían una capa importante de aquel polvo que parecía hallarse sobre cualquier superficie en contacto con el aire exterior. El sol, alto en su cenit, continuaba aumentando la temperatura ambiente y lo único que nos daba un respiro era la sombra que nos proporcionaba el habitáculo del vehículo.

Decidimos hacer turnos para dormir y a mi me tocó la primera guardia. Tres horas después, según el reloj en el panel del ordenador, desperté a El Cirujano y fue mi turno para dormitar un poco. Si bien, no conseguí conciliar el sueño y me limité a descansar con los parpados tornados escuchando la respiración suave y acompasada de Carla y las súbitas ráfagas de viento.

Horas más tarde, con el sol rayando el horizonte y a punto de esconderse tras él, decidimos acercarnos a Barlenton. Me senté al volante y El Cirujano tomó asiento detrás, junto a Carla. Mientras avanzábamos los últimos kilómetros hasta las primeras edificaciones, parte de un complejo industrial, pude escuchar como El Cirujano y Carla cuchicheaban animadamente. “Supongo que eso descarta el shock emocional...” pensé con alivio. Era mejor tener a una cría con plenas facultades que a una cría medio autista y bloqueada.

Las tripas me rugían como leones encerrados en jaulas y me giré dispuesto a informarles de que debíamos comer algo. Sin embargo me encontré con que los dos se afanaban en rebañar el contenido de un par de latas de conservas, dando ligeros tragos a la botella, prácticamente finiquitada, de agua mineral que tenía mi compañero.

-Me pasáis una de esas latas, tengo hambre –dije sonriendo mientras los dos me miraban como si hubiese interrumpido una reunión de extrema importancia y privacidad.

El cirujano me pasó una abierta y mientras controlaba el volante con la mano izquierda iba cogiendo comida, con la mano libre, del recipiente apoyado en mi regazo.

Alcanzamos las primeras naves industriales. Todas las luces estaban apagadas y un silencio sepulcral rodeaba todo. No tenía signos de abandono. Claro que eso no nos decía nada, ya que la plaga no llevaba tanto tiempo en el pueblo minero. Si es que había llegado hasta allí, no haría demasiado.

Entonces un destello me deslumbró seguido de una tremenda explosión que hizo vibrar el suelo. Frené en seco lanzando a los dos ocupantes de detrás contra los asientos delanteros. Gracias a que no llevábamos mucha velocidad no tuvimos que lamentar daño alguno.

Mas adelante en medio de la calzada y junto a un cruce los restos de un camión eran devorados por las llamas mientras una espesa nube de humo negro se elevaba hacia el oscuro cielo. Aquel camión no había estallado por casualidad, había sido intencionado y tenía la sospecha de que la intención era la de detener nuestro avance.

Eso era bueno y malo. Bueno porque la inteligencia de los post-mortem no era suficiente como para planear algo así (su comportamiento en el pueblo minero me corroboraba esto), y malo porque eso quería decir que los que habían preparado aquella trampa, podían ser bestias.

1 comentario:

supermarron dijo...

Parece que me equivoqué de ciudad y todavía no es la capital. Mejor, eso quiere decir que aún queda más historia.
Por lo demás poco que comentar, capitulo de transición que establece bien los elementos que darán juego en este arco argumental de la 2º ciudad.