lunes, 5 de marzo de 2007

Dia 8 - Segunda Parte (Madrugada)

El tipo de la barriga y el bigote mantuvo el silencio durante varios tensos segundos sin apartar el arma apuntada hacia mi compañero mientras yo los observaba desde el suelo con los dedos de mi mano doloridos. Los golpes contra la puerta metálica iban aumentando seguidos de terribles aullidos. Parecía que hubiese una multitud aglomerada al otro lado. El barrigudo había conseguido atrancarla cruzando una barra metálica entre la puerta y un boquete en la pared haciendo las veces de tope para evitar que se abriera.

-Baja la cabeza, cabrón -espetó el bigotudo con el extraño acento de Ypsilon-6.

El Cirujano, sin perder la compostura, inclinó la cabeza dejando que el otro viera que no tenía ninguna protuberancia en la coronilla. Cuando estuvo bien seguro, bajó el arma y sonrió ampliamente.

-Menos mal... espero que no te haya molestado pero, al otro le veo la cabeza desde aquí y ya no te puedes fiar de nadie -continuó hablando, esta vez en un tono amigable y conciliador.

Más golpes contra la puerta.

-Será mejor que nos marchemos de aquí. Seguidme.


El tipo comenzó a caminar por el pasillo con paso firme. El Cirujano me ayudó a levantarme mientras susurraba a mi oído:

-No me gusta... no se cuida... come demasiadas grasas...

Lo observé con curiosidad ¿Hablaba en serio? Él me miraba con su característica sonrisa pueril. Sí, decidí, sí hablaba en serio.

El Cirujano siguió al otro y yo cerré la marcha, escuchando cada vez más lejanos los golpes contra el metal. Entonces me percaté de que el rifle de plasma estaba guardado en la mochila de mi compañero. Podía ver la culata sobresaliendo por la abertura. Lo alcancé, acelerando el paso, y recuperé mi arma.

-A sí, es verdad. Aún seguía ahí -lo miré con reproche, pero él se limitó a encogerse de hombros y decir-: No sabía si saldrías con vida de allí y no quería quedarme sin un buen arma...

Si antes me fiaba poco de él, ahora me fiaba menos. Pero también era cierto que podía haberse marchado sin avisarme y dejar que me cogieran. Era la segunda vez que me salvaba la vida y en el fondo de mi mente sigo teniendo esa sensación de que seguiría ocurriendo mientras me necesitase. Después cuando ya no le hiciera más falta... Dios diría.

Me adelanté hasta alcanzar al bigotudo. Él me miró con sorpresa al ver el rifle de plasma en mis manos y trató de disimular, sin conseguirlo, una mirada de desconfianza.

-Con dos armas estaremos más protegidos -traté de tranquilizarlo. El no pareció muy contento, pero no dijo nada-. Yo me llamo Max McMahon -extendí mi mano con la mejor sonrisa que pude dibujar en mis labios. El, levantando una ceja, la miró durante unos instantes. Después me correspondió con un potente apretón de manos contestando:

-Yo soy Eloy Brimbauger, mucho gusto -echó un vistazo hacia detrás donde nos seguía El Cirujano en silencio-. ¿Y el feliz? ¿Cómo se llama?

-Ese es José "El Cirujano" González -el aludido asintió sin perder la infantil sonrisa de sus labios.

-¿Es mudo? -inquirió Eloy frunciendo el ceño.

-No.

-Entonces ¿qué coño le pasa? -terminó en un susurro a pesar de que a la distancia que nos separaba de mi compañero podía escucharlo perfectamente.

-Es una larga historia... pero básicamente se puede resumir en que él es así, siempre feliz -me volví hacia El Cirujano y le pregunté- ¿Verdad tío?

Él se limitó a asentir, como siempre.

Los golpes contra la puerta metálica continuaron aumentando de intensidad y la algarabía que se filtraba del otro lado era cada vez más inquietante.

Llegamos al final del pasillo, hasta la persiana metálica que se hallaba bajada y cerrada con llave.

Eloy se agachó, rebuscando en el bolsillo de su pantalón. Sacó un manojo de llaves y comenzó a buscar la adecuada para abrir el cerrojo.

Un estruendo metálico recorrió el pasillo sobresaltándonos. Sentí como el corazón me daba un vuelco en el pecho y se aceleraba a velocidades poco sanas. Me giré hacia el principio del pasillo y vi que nuestros perseguidores habían conseguido forzar la puerta a la fuerza y lo que había producido el estruendo fue esta misma golpeando contra la pared al girar a toda velocidad sobre los goznes. Una marea de individuos, iluminados perfectamente por los fluorescentes en el techo, se abalanzaba, a buena velocidad, hacia nosotros. Gritaban y gemían como fieras hambrientas. A medida que se iban acercando podía percibir un nauseabundo olor a putrefacción que me revolvió el estómago (¿o fue el crudo terror lo que hizo esto?).

Eloy mientras se afanaba en buscar la llave apropiada para abrir la cerradura. Dando un grito le lanzó la escopeta a El Cirujano y se concentró en su tarea dando la espalda a la marabunta de ¿zombies? que se nos echaba encima. Mi compañero, sin pensarlo dos veces, abrió fuego hacia ellos. Uno perdió una mano que se vaporizó, lo que no le impidió seguir avanzando, y otro perdió media cara y este sí que cayó al suelo, inerte. Yo levanté el rifle de plasma y apuntando poco (era difícil no acertar) apreté el gatillo varias veces. Mi arma sí que los tumbaba a todos, les alcanzara donde les alcanzara. Si bien, El Cirujano y yo ya habíamos comprobado que el efecto no era permanente y pasado un primer aturdimiento, volvían a levantarse... como la mujer de la tienda el día anterior.

A pesar de nuestros esfuerzos, la abundante masa de cuerpos de piel pálida, casi azulada, rostros grotescos y ojos vacíos, se acercaba peligrosamente a nosotros. Eramos incapaces de frenar aquella corriente inhumana que pugnaba como animales enloquecidos por alcanzarnos. Podía escuchar como tintineaban las llaves en las temblorosas manos de Eloy mientras trataba de encontrar aquella que nos salvaría las vidas.

Los segundos pasaban y la masa de cadáveres andantes se acercaba más y más. Mi corazón no había rebajado su ritmo y parecía que de un momento a otro estallaría. Pero no podía preocuparme por eso en aquellos momentos, mi vida estaba en juego. Sentí como mi arma comenzaba a sobrecalentarse. La pieza de plástico negro que recubría el cañón estaba llegando a temperaturas preocupantes, dentro de poco no podría sostenerlo. Del agujero del cañón no dejaba de emanar un hilo de humo blanquecino que no me gustaba un pelo. No podíamos perderlo ahora, era el mejor arma que teníamos contra ellos, si bien no los mataba, los detenía durante unos minutos. La escopeta de mi compañero, en cambio, tenía que acertar el tiro en alguna cabeza para hacer el efecto deseado. Estaba claro que amputar extremidades, agujerear vientres o atravesar pechos no los frenaba.

Aguantábamos, bastante estoicamente, evitando que pudiesen correr, pero seguían moviéndose, no nos quedaba tiempo.

Entonces, tras disparar un tiro con la escopeta, El Cirujano me miró sonriente y gritó por encima del estruendo de mis disparos:

-¡Se acabó la munición!

Creí que aquella frase marcaba los últimos segundos de vida que me quedaban. No sabía como lo harían pero sospechaba que nos darían muerte de la manera más horrible despedazándonos con sus propias manos. Incluso me dio tiempo a preguntarme qué harían una vez nos hubieran destrozado...

-¡Ya está! -exclamó Eloy a mi espalda y pude escuchar, como si de un canto angelical fuera, el chirrido metálico de unos resortes mal engrasados. ¡Nuestra salvación!

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