lunes, 16 de julio de 2007

Día 18 - Novena Parte

Nos miraba con el ceño fruncido. Pude ver en sus ojos que la decisión ya estaba tomada. Lo que le ocurría era que no sabía como decírnoslo. Por supuesto eso me dejó claro cual era su decisión, sin embargo callé y esperé a que hablase él. Se mordió el labio con tanta fuerza que estaba seguro de que se iba a hacer una herida, cosa que no ocurrió.

–Bueno, pues... –comenzó a decir con cierta reticencia. Bajó la mirada observando a Carla, mirándola con cariño. –Creo que voy a quedarme.

Sabía que iba a decir eso, pero aún así me dolió escucharlo de sus labios. Había llegado apreciar a Jon Sang, era un buen compañero, un buen amigo. Nos había ayudado mucho y sentía perderlo. Pero parecía estar convencido, y no iba a ser yo quien tratase de hacerle cambiar de idea.

El Cirujano parecía no sentir nada. Impasible como siempre. Eso sí, su peculiar e irónica sonrisa había abandonado sus labios. Y Kira, completamente seria, había bajado la mirada hasta el suelo, en silencio. Pude ver como le brillaban los ojos, pero no dijo nada. ¿Qué podía decir? ¿Qué podíamos decir ninguno de nosotros? Había tomado una decisión. Quién sabía, quizá los demás estuviéramos condenados a muerte por tratar de alcanzar la capital y si lo convencíamos para venir lo estuviéramos condenando a muerte de igual manera. No éramos quién para hacer eso.

–Ya hemos tomado una decisión –dijo Jon Sang al tipo del bigote. Este se acercó, seguido del otro y se plantó junto a nosotros, a la expectativa –Ellos se van... yo me quedo.

–De acuerdo –le hizo un gesto al tipo de grandes proporciones y nos preguntó a los demás: –¿Necesitáis algo para continuar con vuestro viaje?

Su acompañante se acercó a Jon Sang y le dijo:

–Ven conmigo.

Los dos se marcharon hacia la barricada, pero cuando Jon Sang se había alejado unos pasos se dio la vuelta.

–Adiós.

Ninguno contestamos, nos limitamos a observarlo. Después, continuó caminando, siguiendo al otro hacia la barricada.

–Necesitamos agua y combustible –dijo El Cirujano.

–Vamos, os acompaño hasta la estación de combustible –nos dijo el tipo del bigote mientras caminaba hasta la entrada del autobús.

Todos lo seguimos y subimos tras él. Yo me senté al volante y los demás tomaron asiento en las filas delanteras. Nuestro acompañante se colocó en la puerta abierta y me fue guiando a través de los primeros edificios de la población. Hizo un gesto a los tipos que estaban levantando la barricada y nos dejaron pasar. Las primeras casas y edificios que vimos estaban abandonadas y silenciosas. Allá atrás, en la empalizada, me había dado la impresión de que la ciudad estaba rebosante de vida y movimiento. Al fin y al cabo había unas veinte personas de ambos sexos y distintas edades azarosas en el trabajo. Sin embargo no había sido más que una ilusión, un espejismo en medio de aquel desolado desierto de solitarias figuras rectangulares de cinco y seis plantas de altura. Las oscuras ventanas nos observaban como cuencas vacías de viejas y erosionadas calaveras de gigantes mitológicos. A los lados vimos varios parques abandonados con plantas y arbustos resecos y columpios herrumbrosos. Los cruces de calles, como encrucijadas en mi destino, se abrían ante nosotros con los semáforos apagados y sin vida.

–Gira en esta calle hacia la derecha –me indicó nuestro guía.

Obedecí avanzando a poca velocidad y cuando doblamos la esquina vi unos metros más adelante una estación de repostaje vigilada por un par de tipos armados y vestidos con uniforme militar negro. Me dieron el alto y yo detuve el vehículo en la entrada al complejo. Nuestro acompañante bajó de un salto y se acercó a uno de los dos guardias. Intercambió unas palabras con él y me hizo un gesto para que continuara. Aceleré hasta colocar el autobús a un lado del dispensador y detuve el motor.

–Cirujan... quiero decir, José, ven conmigo –le dije a mi compañero. No lo había llamado por su apodo delante de los demás y no estaba seguro de cómo le sentaría que lo hiciera. A pesar de casi haber llegado a pronunciarlo entero, me dio la impresión de que nadie se había dado cuenta, así que lo dejé estar y cuando hubimos bajado al calor de la calle, no comenté nada. –Tu ocúpate del combustible, yo ya me encargo del agua.

Él asintió con su peculiar sonrisa y se marchó hacia el dispensador.

El tipo del bigote llegó a mi lado y me indicó que le siguiera. Los dos caminamos hacia el siguiente edificio en aquella calle en donde había otro par de vigilantes en la puerta haciendo guardia con sus armas colgadas del hombro. Estos llevaban cascos con visores ahumados que escondían sus ojos. Llegamos hasta allí y al ver a mi acompañante nos dejaron pasar sin decir palabra alguna.

Dentro el ambiente estaba fresco y poco iluminado. Pero el frescor no era artificial, no se trataba de la acción de ningún sistema de climatización, el frescor era producto del buen aislamiento del edificio y de las ventanas cerradas con tablones de madera. Únicamente habían dejado unos pocos huecos abiertos para dejar pasar la luz necesaria para ver por donde andabas. Unas cinco personas se afanaban llenando cajas de cartón con productos imperecederos de las estanterías. Esto no era otra cosa que una tienda de alimentación y por alguna razón estaban trasladando todos los artículos a algún otro lugar.

–¿Qué están haciendo? –inquirí, seguramente metiéndome donde no me llaman.

–Este lugar está demasiado desamparado. Estamos moviendo todo al centro donde tenemos nuestro punto fuerte –me contestó mi acompañante. Después se volvió hacia uno tipo alto y delgado que estaba metiendo botellas de agua mineral a una caja y le dijo: –cuando llenes esa caja, entrégasela a este caballero.

El otro asintió sin levantar la mirada. El tipo del bigote me ofreció su mano derecha. Yo se la estreché dándole las gracias.

–Que tengáis buen viaje. Os deseo toda la suerte del mundo. Ahora avisaré por radio para que os dejen pasar por los controles. Simplemente debéis seguir esta calle y girar en la avenida que la cruza hacia el sur. Esta bordea la ciudad hasta el otro extremo y conecta con la carretera que cruza las montañas.

Me despedí de él y se marchó.

Los cinco que estaban llenando las cajas, lo hacían en silencio. No sabía si era por mí o porque aquella era su costumbre, pero parecían estar en tensión, asustados. Sus rostros estaban pálidos y sudorosos (a pesar del frescor que había dentro). Sentí como una ligera sospecha se alojaba en el fondo de mi cabeza. Tratando de no aparentar sobresaltado, me di la vuelta y salí de la tienda. La bofetada de calor me pilló por sorpresa y me desorientó un poco, pero eché un vistazo hacia el autobús y vi como el tipo del bigote se despedía de los demás. Después se marchó a pie por donde habíamos venido.

Me había equivocado, fue un alivio. Esta gente estaba fuertemente armada y no hubiéramos tenido ni una sola oportunidad de salir con vida si sus intenciones hubieran sido otras. Suspiré aliviado.

El tipo alto y delgado salió cargado con la caja de cartón llena de botellas de agua mineral y me la entregó con una leve sonrisa en el rostro.

–Gracias –le dije, si bien la puerta de cristal se cerró detrás suya antes de terminar de pronunciar mi agradecimiento.

Regresé hasta el autobús, donde me esperaban mis compañeros. No vi a Jon Sang y mi corazón dio un salto. ¿Dónde estaba? Entonces recordé lo que había pasado minutos antes y como había decidido quedarse en la ciudad. El Cirujano se afanaba con el repostaje y Kira le echaba una mano. Carla mientras esperaba sentada en el último escalón de la salida del autobús.

–Aquí traigo el agua.

Me miraron sin mucho ánimo (el único que sonreía ligeramente era El Cirujano). Todos habíamos sentido que nuestro compañero hubiera decidido separarse del grupo. Era como si hubiera muerto. Yo sentía lo mismo que con nuestros otros compañeros perdidos. Como cuando Eloy cayó del balcón en el pueblo minero o como cuando tuve que matar a la cosa en la que se convirtió JB.

Una tremenda explosión me sacó de mis pensamientos sobresaltándome hasta tal punto que dejé caer la caja al suelo. Esta se rasgó derramando varias botellas de plástico por el cálido asfalto. Carla dio un grito y se agarró a mi pierna. Y El Cirujano y Kira me miraron con el rostro ceñudo de preocupación.

El ruido había hecho temblar las ventanas de los edificios que aún seguían intactas, tintineando. Nos asomamos al otro lado del vehículo y vimos como una densa columna de humo negro como el carbón se elevaba desde algún lugar al sur de nosotros. Los dos vigilantes de la estación se acercaron a nosotros a la carrera con los rostros desencajados. Entonces comenzamos a escuchar los ecos de multitud de disparos procedentes de la misma dirección.

Una de las radios que llevaban los vigilantes crepitó y él entabló una conversación con su invisible interlocutor. Después se volvió hacia mí y me dijo:

–¿Podéis hacerme un favor?

–¿El qué? –preguntó Kira dando un paso adelante.

–Necesito que me llevéis hasta el centro.

Lo suponía, pensé sacudiendo la cabeza y apretando los labios. Pero qué podíamos hacer. Nos habían ayudado con el combustible y con el agua. Si nos negábamos, podía hablar por radio con los demás y avisar de que no nos dejaran pasar por los controles. Estaríamos atrapados en aquella ciudad y a merced de estos tipos de aspecto desesperado.

–De acuerdo –contestó El Cirujano adelantándose a mi respuesta. Yo pensaba decir lo mismo, pero él sonó más convencido. Mi voz habría tenido cierto tinte de resignación que mi compañero, si es que la sentía, no dejó ver en absoluto.

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