domingo, 25 de febrero de 2007

Dia 6

El Cirujano me despertó cuando el sol comenzaba a despuntar sobre el horizonte lejano. Lo primero que acusé fue la terrible sed que sentía. Tenía la boca seca y pastosa. A medida que iba despertando el dolor por todo el cuerpo se iba reanudando con más fuerza que el día anterior si es que era posible.

Mi compañero me inspeccionó las heridas y magulladuras sin decir palabra con una leve sonrisa curvando sus labios. Disfrutaba observando la anatomía humana. Estoy seguro que si no tuviera mejores planes para mí (y hubiera tenido un bisturí a mano), me hubiera abierto en canal para echarle un vistazo a mis vísceras.

No me fiaba de él, pero qué podía hacer, era el único allí, y nunca me había gustado estar solo. Además una vez llegásemos a la ciudad, vendría bien tener con migo a otro evadido. Siendo dos las probabilidades de escapar se duplicaban.

-Tenemos que llegar a la ciudad y encontrar agua, me estoy muriendo de sed -dije en un susurro. Él me observó y sin soltar prenda, asintió.

Me ayudó a levantarme y comenzamos la larga caminata hacia los lejanos edificios. Tuve tiempo de echar una última mirada hacia donde había estado la nave. Ahora solo quedaban un montón de restos humeantes de hierros retorcidos.

Las horas pasaron lentas y cada paso que daba era un calvario para mí. Sudaba como un cerdo mientras mi compañero estaba tan fresco como una rosa. Yo, al llevar el torso desnudo, empecé a sentir los latigazos del sol sobre mi piel. Los hombros comenzaron a tornarse rojos y el simple roce del viento contra ellos me hacía gemir de dolor. La sed era cada vez más insoportable. La cabeza seguía martirizándome con martillazos acompasados con mi pulso. Lo único que parecía mejorar era el dolor de mi hombro derecho. Una vez devuelto a su sitio, los dolores parecían empezar a remitir.

No sé cuanto tiempo aguanté de aquel lamentable modo pero sin darme cuenta de lo que ocurría, la vista se me nubló y sentí como me precipitaba en un oscuro pozo de inconsciencia. Cuando desperté, me encontré encaramado a la espalda de El Cirujano mientras él caminaba a buen paso por el desierto pedregoso.

Volví a caer en un profundo sueño solo para despertar mucho después, rodeado de sombras y oscuridad. Estaba tumbado en una superficie embaldosada y un foco de tenue luz brillaba más allá de mis pies. Alzando ligeramente la cabeza vi que se trataba de una diminuta sala. No pude descubrir de qué clase de sala se trataba ya que la luz que iluminaba, pobremente, danzaba y saltaba haciendo bailar a las sombras alrededor de mí. Era una pequeña lumbre, en el centro. Al otro lado de ella, estaba sentado El Cirujano, mi salvador. Observaba con detenimiento algo que sostenía en las manos.

Me senté, sujetándome la cabeza, sintiendo el dolor y un leve mareo. El Cirujano me vio y sonrió. Se levantó y se acercó a mi, ofreciéndome un vaso lleno de agua. ¡Agua! Hubiera hecho cualquier cosa por conseguir aquello que mi compañero me ofrecía. Le quité el vaso con ansia y tragué con desenfreno todo el líquido, fresco y revitalizador. Cuando lo volvía mirar descubrí qué sujetaba entre sus manos, manoseándolo con insistencia. Era una mano seccionada a la altura de la muñeca. Yo debí de poner una expresión de sorpresa bastante evidente porque él volvió a sonreír y me habló. Su voz, suave y aguda, no iba nada acorde con su reputación.

-¿Ah, esto? -alzó la amputada mano congelada en el rigor mortis- Era de la ocupante de esta casa. No creo que la necesite, llevaba muerta mucho tiempo. Una fea herida en el vientre... una pena destrozar esos órganos tan jóvenes... Nunca entenderé a las personas que destrozan de ese modo un cuerpo humano...

No contesté, no sabía que decir. En fin, cada uno tiene sus manías, pero lo de este tipo era demasiado. Claro que siempre era mejor que estuviera interesado en los órganos de la muerta que en los míos. Sigo teniendo ganas de vivir muchos años...

Lo que no conseguía entender era ¿por qué me había dejado vivir y lo que era más, por qué me había salvado la vida?

Me necesitaba por alguna razón.

Me percaté de que llevaba las heridas vendadas. Y junto a mí había un frasco de plástico de aspirinas. Aquello explicaba que el dolor hubiera disminuido. En fin, no se puede decir que sea mal médico, la verdad es que sabe cuidar de alguien cuando quiere. La pregunta que me revoloteó por la cabeza y casi no me dejó dormir, fue ¿Para qué me necesitaba y qué ocurriría cuando dejara de necesitarme?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No esta mal la historia , piensas continuarla con alguna regularidad? , en todo caso aqui tienes a un lector , Un Saludo

Paul J. Martin dijo...

Gracias por tus ánimos. Si que pienso continuarla con regularidad. Por ahora estoy intentando llevar el ritmo de una entrada por día e intentaré continuar con este ritmo todo lo que pueda.
Me alegra mucho escuchar que te está gustando.
Por supuesto si tienes algún consejo o crítica que darme, no dudes en hacerlo. Siempre estoy abierto a sugerencias que me hagan mejorar.

kassandra dijo...

mola. y eso que no es mi estilo, esta entretenida... jeje