lunes, 13 de agosto de 2007

Día 19 - Tercera Parte

El cielo se aclaraba pero no llegaba a tomar una tonalidad azulada, se iluminaba blanquecino y triste. Frente a nosotros el este el oculto horizonte oriental debía estar ya completamente iluminado. Pero la zona de cielo que podíamos ver seguía en penumbras y sin estrellas. Un fuerte viento había comenzado a soplar desde las cumbres de las montañas bajando la temperatura hasta tal punto que tuve que cerrar todas las ventanas del vehículo para que los demás, que aún dormían no se resfriaran. La cuesta por la que ascendía la carretera era ahora muy pronunciada y mantenía el acelerador apretado hasta el fondo para que el autobús no decelerara. El motor eléctrico no era muy potente y no estaba preparado para manejar esta clase de subidas. No dejaba de ser un vehículo para cortas distancias. El lector de combustible marcaba menos de medio depósito. Nos duraría unas cuantas horas más y después... Dios diría. Pero era un problema, porque no llevábamos ropas de abrigo y la temperatura, a medida que subíamos, bajaba más y más. Mientras pudiéramos avanzar con el autobús, estábamos resguardados del mordisco del viento helado que bajaba de los altos picos nevados, pero si nos quedábamos sin combustible y debíamos seguir a pie... no sabía si aguantaríamos.

Escuché como alguien se movía detrás mío. Eché un vistazo y vi que El Cirujano se había despertado y se acercaba hacia mi asiento. Que poco dormía. Lo había relevado hacía tres o cuatro horas y ya estaba despierto. No entendía como era capaz de aguantar con tan poco descanso. Se acercó hasta mi lado y miró a través del parabrisas delantero.

Hacía poco que había apagado las luces delanteras del autobús, el cielo iluminaba lo suficiente para seguir sin ellas y además, así ahorraríamos combustible (otras de las razones por las que no había encendido la calefacción). Mi compañero suspiró.

–¿Cómo vamos?

–Bien –respondí sin mucha seguridad en mi voz. –Estas montañas no acaban nunca. No creo que antes de la infección utilizaran mucho este camino.

–Estoy de acuerdo contigo, pudiendo sobrevolar las montañas, no pasarían por aquí muchas veces.

Continuamente debía girar y girar en curvas cerradas y ciegas que rodeaban riscos y barrancos de cientos de metros de altura. En la mayoría de los casos no había vallas ni quitamiedos y la carretera se estrechaba. En varias ocasiones tuve que arreglármelas para girar en una curva con un despeñadero a menos de medio metro de las ruedas del autobús.

Cogí la botella de plástico de agua mineral que tenía en el salpicadero y bebí un poco. Después se la pasé a mi compañero. Tomó un trago y tras enroscar el tapón la volvió a dejar donde había estado antes.

–¿Tienes hambre? –me preguntó.

–Sí.

Se marchó hacia detrás, por el pasillo central que separaba los dos grupos de asientos. Al poco regresó con dos barritas energéticas en la mano. Abrió el envoltorio de una y me la entregó. Después abrió el otro envoltorio y se metió una buena porción. Yo lo imité y sentí como me dolía el lado derecho de la mandíbula al masticar. La piel me tiraba en aquel lado del rostro y sentía como comenzaban a cicatrizar los raspones que me hice la noche anterior. Seguía sintiendo cierta sordera en el oído izquierdo, pero el derecho me funcionaba bien. Aguanté el dolor ya que mi estómago se llevaba quejando bastante rato ya. Hacía muchas horas que estábamos de ayuno. No habíamos comido nada desde la tarde del día anterior. Recordé a Carla y me preocupó el hecho de que no estuviéramos más pendientes de ella. No dejaba de ser una niña y a pesar de que la situación nos estuviera sobrepasando a todos, a los adultos quiero decir, no era excusa para no prestarle la atención que se merecía.

Una fuerte ráfaga de viento golpeó el lateral del autobús y lo zarandeó. Sujeté el amplio volante con fuerza y conseguí mantenerlo recto evitando que nos despeñáramos.

–Si no acaban con nosotros los post-mortem, lo hará este maldito viento –comenté más para mí mismo que para mi compañero que seguía masticando a mi lado, sujeto a un agarradero en el frente del salpicadero.

Alguien bostezó por la parte trasera del habitáculo. El Cirujano echó un vistazo y sonrió.

–Nuestro nuevo compañero se ha despertado –me susurró como un comentario privado y siguió comiendo con la vista fija en la carretera que teníamos delante.

Kevin se acercó a nosotros, estirando los brazos y volviendo a bostezar.

–Hola –nos dijo cuando consiguió cerrar la boca.

Tosió carraspeando y tomó un trago de la cantimplora que llevaba colgada del cinturón militar, frunciendo el rostro en el gesto característico del que acaba de beber un trago de algún licor fuerte. Se percató de que lo habíamos visto y nos ofreció la cantimplora con un gesto. Los dos meneamos la cabeza y se la volvió a colgar del cinto.

Se sacó un cigarrillo y lo encendió, aspirando el humo con placer.

–¿Cuanto combustible nos queda? –preguntó mirando por encima de mi hombro al panel de instrumentos del salpicadero. –Bueno –se respondió a sí mismo –aún tenemos suficiente. Seguramente llegaremos hasta la siguiente estación de abastecimiento.

–¿Hay una más adelante? –pregunté con curiosidad.

–Sí. Está a medio camino de Osgar, un pueblecito en la cima de estas cumbres.

Fruncí los labios asintiendo en silencio. eso era bueno... suponiendo que aún quedara alguien con vida. Con vida y que no estuviera muerto, claro está.

Terminé la barrita energética y tras abrir un poco la ventana junto a mi asiento la eché fuera. El fuerte viento se la tragó lanzándola al precipicio en una lenta caída de cientos de metros. Volví a cerrar la ventana y sentí un escalofrío por el frescor que había entrado por el hueco en un momento. No llevaba más que unos pantalones vaqueros y una camiseta de manga corta. El cabello de los brazos se me erizó en un escalofrío que pasó pronto.

Giré el autobús en otra curva cerrada y salimos a una recta bastante larga que corría por la ladera de la montaña. A un par de kilómetros había una explanada en la que habían construido un pequeño complejo de dos edificios. Uno más amplio en el centro y otro más pequeño a un lado. El tejado del grande, se extendía varios metros después de la fachada creando un parapeto bajo el cual había surtidores para el repostaje de combustible.

Salí de la carretera y aparqué el autobús bajo el tejado de la estación, junto a uno de los surtidores. Apagué el motor y me levanté del asiento del conductor, estirando las piernas que tenía entumecidas. Kira y Jon Sang se despertaron y se reunieron en la parte delantera con nosotros. Carla se revolvió en sueños pero siguió durmiendo.

Nos tomamos varios minutos para inspeccionar el terreno sin abrir la puerta. No queríamos que ocurriera como en la ocasión anterior. Cuando estuvimos todo lo seguros que podíamos estar, apreté el interruptor de la puerta. Esta se abrió dejando pasar una ráfaga helada de viento que nos pilló desprevenidos. Sin más dilación salimos al exterior y cerramos la puerta dejando a la pequeña en el interior, protegida del frío.

En esta ocasión salimos con todas las armas listas para defendernos. Kira con el bate de aluminio, Jon Sang y El Cirujano con sendos cuchillos de cocina, Kevin con su rifle automático de asalto y yo con el rifle de plasma.

Lo primero que hicimos fue inspeccionar todo el complejo separados en dos grupos: Kira y yo por un lado y El Cirujano, Jon Sang y Kevin por el otro. Estaba abandonado y por las pintas hacía mucho tiempo que no pasaba nadie por ahí. Más de lo que había durado la infección. Comprobamos los niveles de combustible de los surtidores y todos estaban a cero. También miramos en el interior de los edificios, en busca de provisiones o armas. No había nada en el interior aparte de viejos muebles y aparatos electrónicos estropeados y llenos de polvo.

Nos reunimos junto al autobús.

–No nos queda otra alternativa que continuar adelante y confiar en que llegaremos a Osgar con lo que nos queda de combustible.

–¿Cuanta distancia habrá hasta allí? –preguntó Jon Sang.

–No lo sé, siempre he ido en deslizador –contestó Kevin. –A mach dos las distancias siempre parecen más pequeñas.

Todos menos Kevin y El Cirujano estábamos tiritando de frío. El helado viento nos mordía sin piedad la desnuda carne de nuestros brazos. Eché un vistazo hacia lo alto de la montaña. A no mucha distancia se podían ver los primeros parches blancos de nieve, al principio escasos y muy separados, pero a medida que ascendía con la mirada más abundantes y espesos.

–Creo que vamos a tener problemas con el frío –comenté apretando la mandíbula y sintiendo el dolor de mi rostro magullado.

–Hombre, mientras nos quedemos dentro del bus estaremos bien –dijo Jon Sang con tono tranquilizador.

–No nos queda suficiente combustible para llegar al pueblo –explicó Kevin antes de que yo lo hiciera por él.

–¡Joder! –exclamó Jon Sang pateando el suelo y tratando de entrar en calor.

–No nos queda otra opción, seguiremos hasta donde podamos con el autobús –dijo El Cirujano al fin –y recemos para que si nos quedamos tirados, podamos llegar hasta allí antes del anochecer.

No hay comentarios: