martes, 8 de enero de 2008

Día 20 - Séptima Parte

Relatado por Jon Sang

Kira y Max se alejaron hacia el otro lado de la calle. El cielo, blanquinoso, triste, nublado, vaticinaba precipitaciones. Kevin me observó, como inquiriendo si estaba preparado. Yo asentí y nos pusimos en marcha. Kevin avanzaba delante, con su rifle preparado para disparar y yo detrás con el cuchillo bien sujeto en mi mano derecha.

Antes de perderla de vista, eché una última mirada a la casa en donde se habían quedado El Cirujano y Carla. No me sentía cómodo dejándolos solos detrás; sin armas. Pero hubiera sido más peligroso para la pequeña haber venido así que en parte me alegré de que se quedara con El Cirujano. Desde que lo conocí me había demostrado que era de confianza.

Aspiré con fuerza aquel gélido aire de las montañas. Eran mis montañas al fin y al cabo. Yo había nacido en Ypsilon-6 y no sentía lo mismo que Max o que El Cirujano. Para mí todo lo que estaba ocurriendo era una tragedia mucho mayor. Aquel era mi hogar y estaba destrozado. Asolado por una enfermedad horrible que me obligaba a abandonar el planeta cuando lo único que quería era que todo volviera a ser como antes.

Y sin embargo, a pesar de sentir aquellas montañas como parte de mi hogar, no había estado allí en toda mi vida. Era curioso como podías sentir aquello por algo que no conocías.

Nos acercamos a la primera casa. Silenciosa y con aspecto de abandono nos observaba como la calavera de un gigante muerto durante siglos. Las ventas oscuras hacían las veces de cuencas vacías; las paredes de madera, con la pintura descorchada del color de los huesos, el jardín invadido por hierbajos y plantas silvestres.

Entramos dentro esperando encontrarlo todo en tan mal estado como en el exterior. Pero para nuestra sorpresa, todo estaba como si los dueños de la casa se acabaran de marchar. Si no fuera por la gruesa capa de polvo que lo cubría todo, parecería que los inquilinos estaban a punto de regresar.

De la cocina surgía un hedor a comida en mal estado que me produjo arcadas, si bien encontramos en la despensa algunos tarros con comida en conserva. La metimos en nuestras mochilas y emergimos al frío de la calle de nuevo.

Continuamos hasta la siguiente casa. La puerta delantera estaba cerrada a cal y canto. Tuvimos que forzar la cerradura para entrar. Una vez dentro nos encontramos con un recinto en semi-penumbra. Las persianas estaban echadas y un tufo a polvo y aire viciado nos echó para atrás. Aguantamos respirando con la boca e inspeccionamos en interior en busca de algo que nos pudiera servir.

Mientras rebuscaba por los cajones de la sala de estar, junto al equipo de entretenimiento virtual escuché como Kevin me llamaba con susurros roncos. Su voz venía de la cocina. Me acerqué, caminando con cuidado para no hacer ruido y lo encontré agazapado junto a la única ventana de la habitación. Las persianas estaban bajadas como en el resto de la casa, pero quedaban algunas rendijas abiertas por las que se colaban unos rayos de luz alrededor de los que danzaban miles de motas de polvo.

Me acerqué pero antes de alcanzar a mi compañero, este se percató de mi presencia y giró la cabeza. Me miró con los ojos desorbitados y tras poner el dedo índice frente a sus labios, en un gesto que exigía silencio, me indicó que me acercara. Yo en silencio y con mucho cuidado, le obedecí. Me coloqué a su lado y acerqué mis ojos a una de las rendijas que quedaban abiertas en la persiana. Al principio el cambió de iluminación me deslumbró pero pronto mi visión se acostumbró y pude percibir el exterior. Era una especie de patio trasero, rodeado por una valla metálica que se había derribado por la mitad, dejando un hueco de varios metros por el que se podía acceder. Danzando como un borracho sin alma, un post-mortem caminaba haciendo eses y sin rumbo fijo.

Me volví hacia Kevin con los ojos como platos y sintiendo un sudor frío corriendo por mi frente. Él moviendo los labios, casi sin emitir sonido, me dijo:

–Donde hay uno... hay más...

Yo asentí entendiendo lo que me decía. Nuestra búsqueda había sido fructífera, si bien la única cosa que no queríamos encontrar era aquella que habíamos hallado.

–Debemos avisar a los demás y marcharnos de aquí cuanto antes.

Kevin apretó los labios y asintió con el rostro sombrío. Habíamos creído que podíamos descansar un tiempo en aquel pueblo, pero parecía que el destino nos tenía reservados otros planes.

Entonces escuchamos un distante estallido. Y no solo eso, vimos como no éramos los únicos que lo habíamos escuchado. El no muerto del patio trasero se había detenido bruscamente y había vuelto su cabeza hacia la dirección de la que provenía el sonido. Habría jurado que había sido un disparo. Pero quién había disparado. Max tenía un rifle de plasma y Kira un cuchillo, habrían encontrado a otras personas sin infectar, pero si era así, porqué habían disparado. Más post-mortem...

Inmediatamente después, el no muerto comenzó a cojear hacia el hueco en la valla para salir de allí. Se movía en la dirección de la que había venido el disparo.

Kevin me hizo un gesto con la cabeza y se marchó hacia la entrada de la casa. Yo lo seguí tratando de ser lo más silencioso que pude. Alcanzamos la puerta delantera y Kevin asomó ligeramente la cabeza al exterior. Esperé impaciente, dejando que el militar profesional tomara la iniciativa.

Volvió a meter la cabeza y entornó la puerta para que no escapara el sonido de su voz.

–Hay tres caminando junto al que hemos visto detrás –me susurró frunciendo el ceño. –Creo que deberíamos seguirlos y averiguar quién ha disparado, por si acaso necesitan ayuda.

–Sí, creo que es buena idea –contesté yo, contento de ser el perseguidor de aquellas criaturas, por una vez.

Esperamos unos minutos para que tomaran cierta distancia y después salimos a la calle, sintiendo el frío contra nuestros rostros. El terreno estaba cubierto por una manta de nieve que crujía bajo el peso de nuestros cuerpos. Pequeños copos de nieve descendían desde el cielo como si fuera algodón, describiendo círculos, desafiando a la gravedad. Las nubes sobre nuestras cabezas eran más gruesas y oscuras, bloqueando la luz del sol, tiñendo nuestro alrededor de un gris ceniciento.

Avanzábamos con lentitud, ocultándonos donde podíamos: detrás de una casa, detrás de un tronco de árbol (raquítico y sin hojas), tras un contenedor de basuras.

Los post-mortem caminaban con lentitud pero sin síntomas de cansancio. Lo único que los movía era el instinto salvaje de un animal voraz y sin alma. Emitían gruñidos y gemidos que en tantas ocasiones me habían aterrorizado. Sin embargo ahora nos ayudaban a seguirlos desde una mayor distancia, eran una ventaja. De aquel modo no nos teníamos que arriesgar, y podíamos mantener una distancia prudencial.

Aquello me trajo a la mente la ocasión que había acompañado a mi padre de caza en las junglas al sur de las montañas. No debía tener más de diez años cuando mi padre me despertó a altas horas de la madrugada y me había susurrado al oído que me vistiera que tenía una sorpresa. Me preparé rápidamente, lavándome la cara en el lavabo del baño y poniéndome lo primero que encontré de ropa. Después montamos en el deslizador de mi padre. Mi madre y mis hermanas pequeñas seguían durmiendo. El cielo estaba oscuro y las estrellas brillaban titilando. Mi padre encendió los motores y el aparato se elevó varios metros sobre el asfalto del aparcamiento de casa. Después de comprobar en el radar que no había vehículos cerca, accionó los controles y salimos disparados hacia los cielos a gran velocidad. Pronto alcanzamos una velocidad de crucero de trescientos kilómetros por hora en dirección sur, sobrevolando la ciudad a dos mil metros de altura. En unos segundos dejamos atrás los últimos suburbios de la ciudad y solo se veía desierto de tierra rojiza bajo nosotros.

Poco después el cielo comenzó a aclarar y a tornarse de violetas y rosas al tiempo que el sol se acercaba cada vez más al horizonte. Unas pocas y pequeñas nubes surcaban los cielos por el oeste, pero por lo demás no se veía nada más en kilómetros a la redonda. Pronto alcanzamos las montañas del sur. Mi padre tuvo que empujar los mandos hacia detrás para hacer ascender el vehículo a mayor altura.

Con la cabina presurizada, no sentíamos los cambios de presión o de temperatura, pero en pocos segundos habíamos ganado varios miles de metros más de altura. La sierra montañosa se movía veloz bajo nosotros como si de una maqueta se tratara.

Un rato después de dejar las montañas muy lejos, comenzamos a ver vegetación bajo nosotros. Mi padre deceleró a la vez que hizo descender el aparato hasta posarlo en un claro entre los árboles tropicales.

Descendimos del deslizador y mi padre sacó del maletero una escopeta de caza. A mí me dio un cuchillo con su funda que me colgué en el cinturón y una cantimplora llena de fresca agua. El se colocó otra en el cinturón y un cuchillo de mayores dimensiones, también en su funda.

–Vamos Jon Sang –me dijo. Yo asentí sonriente. Estaba muy emocionado por ir de caza con mi padre. Llevaba mucho tiempo insistiendo para que me llevara y mi madre siempre había acabado convenciendo a mi padre de que yo era demasiado pequeño para ir. Pero no sabía como, al fin había cedido y me había traído. Era feliz.

Nos alejamos del vehículo por un camino horadado entre la vegetación, seguramente por las bestias de la jungla.

El cielo había clareado y el sol comenzaba a lanzar sus rayos sobre las altas copas de los monumentales árboles. Extraños animales voladores, canturreaban desde las ramas y otros pequeños roedores correteaban entre nuestros pies.

Mi padre me iba indicando los nombres de cada bestia con la que nos cruzábamos y me contaba algo sobre su comportamiento, de qué se alimentaban y por quién eran cazados. No me costó mucho tiempo darme cuenta de que al final, nosotros, los seres humanos, estábamos a la cabeza de la cadena alimenticia.

Un par de horas después, cansado de tanto andar. Le pedí a mi padre que nos sentásemos un rato a descansar sobre un tronco caído e invadido por verdes musgos. Estábamos allí, reposando un poco y hablando de los deberes que me habían mandado en la escuela el pasado viernes, cuando escuchamos unos crujidos no muy lejos, tras unos arbustos. Nos asomamos para ver qué había hecho ruido y vimos que se trataba de un cuadrúpedo con magníficos cuernos en la cabeza, patas poderosas y aspecto bonachón. Eran un buí, un herbívoro autóctono de aquellas latitudes. Sus cuatro cuernos eran el símbolo de su sexo y servían para disputarse a las hembras de la manada. Sin embargo cuando a depredadores se trataba, lo que mejor sabían hacer era correr y escapar del peligro. Podían alcanzar los setenta kilómetros por hora en pocos segundos, y avanzar por la jungla a toda velocidad sin golpearse contra los innumerables árboles que rodeaban todo.

Mi padre alzó el rifle, ajustándose la culata contra el hombro y centrando la mirilla con su ojo derecho. Yo lo observaba con reverencia. Entonces, escuché el estallido del disparo y me asusté tanto que me caí al suelo de bruces, sintiendo el corazón galopando bajo mi pequeño pecho. Los pájaros sobre nuestras cabezas echaron a volar asustados y el buí saltó tratando de escapar. Si bien no pudo avanzar mucho, el proyectil lo había alcanzado en el muslo izquierdo haciéndole caer al tropezar con su pata inutilizada.

Escuché los lamentos del animal moribundo y a los otros de su manada mientras corrían a toda velocidad para escapar del peligro.

Ahora, caminando sobre la capa quebradiza de nieve, junto a Kevin, acechando a bestias sin alma, recordaba lo que había sentido aquella mañana con mi padre. Echaba mucho de menos a mi familia. Era la primera vez desde que comenzara la epidemia que era capaz de recordar a un miembro de mi familia tal y como era antes de convertirse en... uno de ellos. Hasta aquel momento, la única imagen que tenía de mi padre era la de un ser, despiadado y rabioso, con la saliva cayendo de su boca abierta, la expresión de sus ojos vacía, el color pálido y casi translúcido de su piel... Le había mordido un perro en la calle y pasó varios días enfermo, con fiebre y escalofríos hasta que por fin murió y se convirtió en un post-mortem. Saltó del sofá y le arrancó varios dedos a mi hermana de un bocado. Después trató de abrirme la garganta con sus dientes pero yo lo detuve. Lo empujé contra el sofá y con un candelabro que había sobre un mueble en el salón le abrí el cráneo acabando con su no vida.

Aquello era algo que me acompañaría hasta el día en que muriera, pero estaba contento. Contento de ser capaz de recordarlos como eran antes. Contento de no perder la razón. Contento por haber vivido una jornada de caza con mi padre cuando tenía diez años.

Habíamos alcanzado la calle que dividía el pueblo en dos y los cuatro post-mortem la cruzaron entrando en la zona a donde habían ido Kira y Max.

¿Estarían bien? Hacía horas que nos habíamos separado.

Los no muertos avanzaban más lentamente. Parecían no saber muy bien a donde seguir a partir de allí. Pero aún así seguían avanzando. Cada pocos metros alguno se paraba y giraba su cabeza hacia un lado y después hacia el otro. Pero al final continuaba detrás de los otros que seguían moviéndose.

Kevin me iba indicando por donde avanzar, cuando detenerme y cuando quedarme en silencio. Me hacía señas con la cabeza y la mano izquierda, mientras sujetaba con la diestra el rifle. Por supuesto yo no rechistaba y hacía todo lo que me decía. Él era el profesional, sabía de lo que hablaba, era más inteligente hacerle caso en todo. Los cuatro a los que seguíamos, se internaron por una estrecha calle entre dos casas y giraron hacia la derecha. Nosotros nos quedamos en la primera esquina, a unos veinte metros de la que habían tomado ellos, dando tiempo para que se alejaran. Pero entonces escuchamos unos ruidos. Me recordaron a los documentales que emitían en la televisión sobre el mundo salvaje. Eran ruidos parecidos a los que hacían las bestias cuando engullían carne cruda.

1 comentario:

nocheoscura dijo...

Me acordé de que estabas escribiendo una novela utilizando el blog para publicarla.

No estoy aquí para leerla, no tengo tiempo. Pero sí para animarte y que no se me olvida que estás por aquí.

Suerte.